Vivimos en una era donde el ecosistema musical global parece estar en su mejor momento. La tecnología nos ha permitido acceder a sonidos de cualquier parte del mundo, descubrir artistas en segundos y llevar con nosotros un universo sonoro infinito. Podemos disfrutar de conciertos espectaculares con producciones inimaginables, sumergirnos en experiencias inmersivas y vivir la música de formas que antes parecían imposibles. Vivimos en un tiempo donde la creatividad no conoce límites, donde cualquiera puede expresarse y compartir su arte con el mundo. Todo parece indicar que estamos en la mejor era para la música, ¿pero realmente es así?
La industria musical en el siglo XXI se ha convertido en una farsa monumental. Nos han hecho creer que vivimos en la era dorada del acceso, de la democratización del sonido, cuando en realidad estamos atrapados en un sistema que prioriza la superficialidad, el algoritmo y la mercantilización desalmada del arte. Nunca la música fue tan desechable, tan plástica, tan sometida a intereses corporativos que dictan lo que «debemos» escuchar.
Este libro no busca nostalgia ni indulgencia con el pasado, sino una demolición total de la mentira que nos venden hoy. La industria ha convertido la música en un producto de consumo rápido, en una droga ligera que debe generar reproducciones y tendencias antes que emociones reales. Las discográficas han dejado de ser promotoras del talento para convertirse en explotadoras de contenido, fabricando ídolos efímeros que desaparecen en cuanto dejan de ser rentables.
Nos han arrebatado la atención, el compromiso y la profundidad. Escuchamos miles de canciones sin recordar ninguna. Los festivales ya no son templos del directo, sino parodias vacías, escaparates de marcas donde lo menos importante es la música. Los premios de la industria, que antaño representaban un reconocimiento, hoy son simples maniobras de relaciones públicas; farsas coreografiadas donde los artistas no importan, solo las cifras y el impacto mediático.
Al mismo tiempo, vivimos en una era donde los creadores independientes tienen herramientas que antes eran impensables. Cualquiera puede grabar, producir y distribuir su música sin necesidad de pasar por los filtros de la industria tradicional. Pero esta democratización no significa que el público esté mejor servido. Al contrario, la sobresaturación de contenido hace que la música sea un ruido constante, una avalancha de lanzamientos que nos deja sin tiempo para escuchar, procesar y conectar realmente con el arte.
Estamos en una época de abundancia, para bien y para mal. La cantidad de música que se produce es abrumadora: cada día se lanzan miles de canciones, algunas brillantes, otras irrelevantes, muchas simplemente olvidables. Nunca había existido tanta diversidad ni tantas propuestas innovadoras, pero también nunca había sido tan fácil perderse en un mar de mediocridad. Hay artistas sin talento que logran un impacto mundial y otros con frescura e ideas revolucionarias que desaparecen en el ruido. Esta saturación ha convertido la música en un juego de visibilidad, donde no siempre triunfa lo mejor, sino lo que mejor se vende.
El vinilo, convertido en un fetiche para consumidores que nunca lo escucharán, es solo un símbolo más de la hipocresía moderna: compramos lo físico como decoración, mientras vivimos esclavizados a catálogos digitales que nos imponen lo que es «relevante». La paradoja es grotesca: lo tenemos todo, pero no poseemos nada.
La prensa musical independiente, antaño un referente en la curaduría y análisis de la música, hoy está obsoleta. No ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos ni a los nuevos canales de comunicación. En nuestro tiempo, por suerte o por desgracia, los prescriptores musicales son influencers, muchos sin el bagaje ni el criterio que solía definir a los críticos de antaño. Otros, con más experiencia a sus espaldas, no tienen la frescura ni empatizan lo suficiente con las nuevas generaciones. Sin embargo, su papel es más necesario que nunca: ante la avalancha constante de nuevos artistas, discos y canciones, el público sigue necesitando guías que separen lo valioso de lo trivial. Pero, ¿cómo filtramos la calidad más allá de la popularidad en este vasto océano musical? ¿Su opinión es fiable? ¿Lo era la de la prensa?
Entonces, ¿dónde están los límites? ¿Dónde acaba la música como expresión y empieza la música como un simple subproducto de la atención digital? Es esta sobreproducción y falta de filtro lo que verdaderamente define la industria del siglo XXI. En una era donde todo está disponible, nada es especial. La música sigue siendo un arte poderoso, pero el problema no es la música, sino lo que han hecho con ella. La pregunta no es si la música está viva, sino si todavía somos capaces de escucharla más allá de la gran ilusión que nos imponen.
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